1965. Un chaval de 16 años de Cangas del Narcea (Asturias) salió de su pueblo minero con destino la capital de España. Ahora lo hace todo el mundo, pero entonces era como llegar a Nueva York en autobús por la Nacional 1.
Manolo, que así se llama el protagonista de esta historia, entró por la calle de La Libertad, 1, como un torero y ya no volvió a salir en cinco décadas. No sabemos qué le atrajo, si el nombre o que el dueño era Pepe, pero se puso a trabajar en La Tasca de Pepe como aprendiz cargando cajas, tirando cañas, atendiendo a los clientes, pelando patatas, subiendo carbón o rellenando porrones.
Un buen día, Pepe, tras terminar una ración de callos, anunció que se jubilaba. Y Manolo, con su alma inquieta y emprendedora (se parece un poco a Carlos, pero esto que quede entre nosotros), se quedó con el bar. Le pidió a su madre que le avalara en el banco (como nosotros, y sino que se lo digan a la nuestra) y se trajo a su hermano Celso. Le dieron un nuevo nombre al local: Restaurante Argüelles. Y no por el barrio, sino porque, casualidades de la vida, así se apellidan.
Tuvieron que subir y bajar un millón de peldaños al mes destino a la cocina de carbón que se encontraba en el primer piso, le cogieron el truco a eso de atender en ocho metros de barra. Cañas por aquí, boquerones por allá, raciones de bacalao y callos…
Sin darse cuenta llegaron los gloriosos setenta y ochenta (esto empieza a parecerse a Cuéntame), para ellos una época de esplendor: dieron de comer a todas las oficinas de Telefónica, del Banco de España y otras empresas que empezaron a instalarse en Gran Vía. Se hicieron famosos por su tortilla, por el bacalao, por los guisos y por su barra de mármol.
Como nosotros, Manolo tenía una gran relación con la Taberna La Carmencita. Nos contó una vez que, con 17 años, cuando cobraba, se iba a cenar allí a comer unas judías con entrecot. Allí se hizo amigo de Carmencita, la dueña, y de su hermano.
Se lee rápido, pero es el resumen muy resumido de medio siglo de trabajo. Un día, Celso y Manolo terminaron su ración de callos y decidieron que se jubilaban. El destino hizo que nosotros conociéramos a los hermanos Argüelles, y nos gustó todo. Lo primero, ellos dos; lo segundo, su tortilla; lo tercero, su pose tras la preciosa barra; lo cuarto, su amabilidad; lo quiero, lo impoluto que estaba el local; lo sexto, la fuerza que dan 50 años de trabajo sin descanso; lo séptimo, su mirada limpia; y lo octavo, su historia.
La tasca tenía muchos novios, pero a los hermanos Celso y Manolo les gustamos especialmente porque, con la ayuda de nuestra madre, habíamos recuperado La Carmencita y la dejamos tal y como estaba cuando ellos llegaron a Madrid. Y eso les dio confianza. Ahora, los hermanos Zamora esperamos seguir mínimo 15 años manteniendo ese espíritu de tasca madrileña castiza donde se comen cosas ricas y se recibe a la gente con alegría.
¡Y como no nos gustan los callos, no pensamos jubilarnos!